El Domingo subimos al Nevero desde el propio valle, más de 1.100 metros seguidos en una mañana.
Salimos a las siete y disfrutamos de la salida del sol sobre el valle, dibujando el paisaje en colores nítidos y tintas fuertes, los cuatro pueblos seguidos y entrelazados por las choperas.
Pasada la pista y el primer tramo de sendero llegamos a la pendiente fuerte, la subida a la Peña Caballera de la Sierra. "... y subimos sin mayor dificultad" decía el caótico libro. La pendiente está completamente cerrada por la retama y los rosales silvestres, todos en flor. Nos entrampamos en un mar rosa y amarillo. Mirando atrás no sabía explicarme como había pasado de la pista al bosque ni del bosque al vallecillo cerrado, sobre el arroyuelo, sin más vista que las cumbres y el cielo, como si hubiera ido cruzando armarios de una Narnia a otra.
Pasamos por fin a una loma más despejada y vamos dejando a los lados praderas verdes y húmedas de alta montaña. Le cuento a Anonymous que en ellas está mi punto de reseteo mental: una vez me desmayé en una situación algo lastimosa, perdí el sentido del tiempo y me encontré en esas praderas (bajo el mismo sol amablemente cálido, junto al mismo arroyo, entre los crocus) rodeado de mis amigos. Igual, divago, fue una experiencia cercana a la muerte (el cerebro ahogado, sin oxígeno). Anonymous, creo, me pregunta si vi a Dios. Le respondo que no. Los domingos por la tarde Dios se pasea por la loma cimera, la que va del Reventón al puerto de Navafría, junto a dos enormes rottweilers (les llama Fobos y Deimos). En la mano lleva un transistor en el que oye los partidos de fútbol.
Bajamos bromeando por una vía más directa aprovechando las pistas. La intuición de Anonymous ha sido buena. Tengo que intentar reconstruirla para subir más comodamente a estas praderas teológicas. A las 13:50 estamos de vuelta.
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