lunes, noviembre 16, 2009

Una experiencia enológica

La semana pasada encontré en mi terraza, olvidado, un garrafón de vino. Era un contenedor de cinco litros, como un tetra brik enorme con un grifito para servirse. El vino era un blanco de Rueda de una pequeña bodega sin más clasificación, seguramente hecho con viura en vez de verdejo. Llevaba varios meses expuesto al sol, el calor y el frío así que tenía que estar muy estropeado. Aun así lo pasé a un par de botellas y me serví una copa.

El vino se había oscurecido, pero no se había avinagrado. Sabía algo regular, la verdad, pero olía a gaviotas, a basa, a algas y a mar, a prados, bígaros y quisquillas.

En los veranos de los setenta salíamos de paseo con mi padre desde Astillero cruzando la ría por el puente moderno hasta la primera casa de Pontejos, que era (y todavía es) un bar llamado "La primera del puerto". Allí mi padre se pedía un blanco con unos caracolillos o unas quisquillas para mi hermana y para mí

En aquella época los blancos de Rueda eran todavía recios (Marqués de Riscal estaba empezando su revolución). Además el transporte los debía de trastocar bastante dándoles un sabor peculiar. Los santanderinos opinaban que el viaje los hacía mejorar.

Así que supongo que lo que pasó en mi terraza este verano fue una especie de ejercicio de arqueología enológica, una reconstrucción del magreo químico que sufrían los vinos de Rueda al viajar al Norte.

Me he bebido las dos botellas, no estaban tan buenas como estaba el vino original pero han resultado interesantes y evocadoras.

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