El (ya casi extinto) Chikilicuatre me despertaba profundas dudas ontológicas. Porque, indudablemente, el representante de España en Eurovisión no era una persona sino un personaje. Si su propietaria intelectual (la Sexta) hubiera querido habría podido cambiar un actor por otro y el Chikilicuatre hubiera seguido existiendo, igual que James Bond existe independientemente de si lo interpreta Sean Connery o Pierce Brosnan. Es más, la productora hubiera podido cambiar incluso al autor, al guionista (posiblemente ni siquiera sea uno, sino más bien un equipo anónimo) igual que algunas novelas de James Bond las escribió Ian Fleming y otras Sebastian Faulks.
¿Cómo habrá firmado Chikilicuatre las (seguramente densas y rebosantes de letra pequeña) hojas de inscripción en Eurovisión ("dirijanse por mensajero a las oficinas centrales de la European Broadcasting Union, Ginebra, Suiza")? ¿Como persona o como personaje?
Pero estos problemas ontológicos no son exclusivos de la tontería de la Sexta. ¿Quien es Madonna? ¿La señorita Ciccone? ¿O el conjunto de músicos, estilistas, coreógrafos y productores que la reinventan cada 3 años? En mi opinión Madonna (como otros muchos personajes de los medios) es tecnicamente una sociedad, una empresa con medios humanos, económicos y artísticos propios. La diferencia del Chikilicuatre (y quizás la salva, no sé, a mí la verdad es que me da igual) que de alguna manera la señorita Ciccone participa (como única actriz, quizás incluso como creadora tangencial) de esa sociedad.
En la adorable Idoru William Gibson ya hablaba de este fenómeno. Un cantante rock se enamora y se relaciona con una presentadora sintética japonesa. El narrador razona que el fenóneno es lógico, ya que en el fondo el cantante es un personaje, un constructo lógico formado por un departamento de una empresa. Ni Gibson ni yo encontramos falta en la existencia de estos artistas virtuales.
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